Una mañana con Alejandro Pedregosa

O, Alejandro Pedregosa. Cuadernos del Vigía, 2017.
Al salir de la cochera, a la altura de la panadería de Carril del Picón, nos damos un abrazo de despedida en el que quedo contenido. Yo voy a comprar el pan y él marcha hacia su casa del Paseo del Salón. Atrás queda el trayecto en coche, una mañana de sol plomizo en la que uno se ha puesto al día en el apartado de conocidos y perdidos. La charla con los alumnos ha sido todo un éxito. Tenemos este año, le digo, una cantera de lectores y escritores –un alumno por cada tres alumnas– que ya quisiera yo a su edad. Y a la mía, debería añadir. Además he aprendido algunas cosas sobre el déficit de vida que proyecta uno en otros, o mejor dicho que proyecta uno sobre sí mismo saltando sobre los hombros de los otros. Saltamontes de la frustración, de hombro en hombro por el tiempo.


Dice Pepo que, si bien lleva escribiendo veinte años o más, solo ha conseguido vivir de la escritura los últimos cinco. Y sin alardes. Recuerdo las palabras de un escritor sobre las ventajas de no vivir de la escritura: estar a salvo de las premuras y los contratos, la escritura así se preserva natural pues no está condicionada por unas expectativas comerciales o una relación contractual, puede llevar su propio ritmo. Este dilema entre una escritura esencial y otra, digamos, comercial se encuentra magistralmente expuesto en el relato Ratoncito Peres, una de las piezas fundamentales del libro O: Soy un hombre manso, no tengo rebeldía. Soy un hombre manso... y feliz. Sucede a veces, sin embargo, que la escritura se ve asfixiada por ese otro ritmo de los días, empieza siendo un elemento más del engranaje que termina arrinconándola como a las aficiones. También vive uno sin alardes, por cierto.


Considera nuestro escritor invitado el Romanticismo como padre putativo de algunos de los males que nos aquejan hoy. A saber: los nacionalismos, peligrosas fantasmagorías engordadas por las desigualdades económicas (“donde hay posibles no hay nación”, sic), y el exceso de yo en su versión de hinchazón purulenta: Instagram y derivados. Señala el origen de su vocación literaria en los viajes que hacía con sus padres, siendo niño, entre Granada y Marbella, cuando tras las ventanas de los edificios imaginaba historias que, en aquella España de los ochenta y bajo la mirada inquieta de un adolescente, consistían en asuntos de drogas o de sexo. Contarse cuentos. En cualquier caso, matiza, es una necesidad gozosa pues no es su caso el del escritor atormentado sino un oficio lleno de alegría. Esa alegría, me pregunta alguien, ¿es impostada o real? Es real, le respondo. No se puede fingir siempre. Quizás ese sea el mayor don de Pepo, saberse dichoso por ser quien es y hacer lo que hace. Y no hablar nunca mal de nadie, que no es cosa menor.

Nada que reprochar. Más leyendo los relatos mínimos de O, ingeniosos, certeros, calibrados con mano experta hacia el artefacto artístico o trampa artesanal en la que cae uno a poco que tropiece con alguna palabra afilada. Una vez dentro se comprende el Premio Andalucía de la Crítica, reconocimiento a un escritor que apuesta la vida en ello, si no la vida al menos la subsistencia. Durante el trayecto en coche suena el móvil. «No te preocupes por nada, te llevo yo al hotel». Pepo ultima la logística de una invitada a otro evento literario que él mismo dirige. Llevo un mes sin parar, me dice. Pero está contento, claro. Al llamar al instituto, una voz lejana pregunta a través del telefonillo la identidad del forastero. Tres palabras bastan para que se abra la puerta y no haya más preguntas: “Soy el escritor”.



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