Infancia, Coetzee III

Mientras espero dentro del coche en el aparcamiento del Toys'r'us, donde me he quedado aprovechando que tenía premeditada y arteramente el libro en la guantera, termino hoy Infancia, de J.M. Coetzee. La experiencia de lectura de este libro ha sido decreciente con una meritoria remontada final. Algún día habrá que reflexionar cuánto influye en nuestra lectura el propio estado de ánimo, la diversa disposición, la premura o el sosiego con que afrontamos el diálogo que es la literatura. El caso es que esta vez he vivido este proceso como he dicho, de más a menos y otra vez a más. Se me quedan en la memoria –espero que me abandonen a las primeras de cambio, como suele ocurrir– frases, párrafos, ideas, pensamientos. Y algo más: el impulso de escribir. No cualquier cosa, escribir unas memorias, como quien ve un partido de fútbol y recuerda cuando jugaba de pequeño. Algo parecido. 

De entre esas ideas rescato algunas, por azar o por mayor capacidad de permeabilidad. Las páginas en las que el niño Coetzee evoca sus días en la granja familiar acaban siendo un alegato contra la violencia animal y contra el sometimiento general que hace sobre la naturaleza. La mirada del niño aquí se muestra más certera, más analítica y más sensata que la de los adultos que lo rodean. Cuando analizamos el mundo con la mirada adulta todo se desmorona, surgen las malas costuras, los hilos sueltos, los reflejos torcidos. La mirada del niño es transparente, primigenia. Aborda las cosas tal como son, desde la tabula rasa de su conciencia. Recuerdo un pasaje de Tolstoi en Confesión donde explica cómo cuando era pequeño se ganaba el aplauso y la admiración de los demás chicos cuando hacía algo malo y, en cambio, era ninguneado, cuando no, abiertamente criticado, cuando acometía buenas acciones. El niño Coetzee, desde su atalaya invertida, realiza una crítica costumbrista de su entorno familiar y social, entorno, por cierto, bastante complejo.

Otra de esas ideas que permanecen tras la lectura es esa concepción del amor como una jaula en la que nos revolvemos enloquecidos, "como pobres mandriles". El amor como una trampa que nos compromete, nos obliga, nos hace deudores y, por tanto, vulnerables. El proceso amoroso en este caso gira enteramente en torno a la figura de la madre, esencial en el libro y en la infancia del protagonista. 

Por último, está el tratamiento de la muerte, con un desapego sorprendente, como algo puramente material, algo que incluso estorba. La muerte, según se mire, acaba siendo nada más que una molestia para los que se quedan y que sólo desean volver a sus propias vidas, terminar pronto con esa interrupción que nos obliga a ocuparnos de organizar el funeral o , cuando menos, a coger el coche para llegar al entierro. Una molestia que preferimos aplazar. Así es como el niño Coetzee ve el funeral de su tía Anne. O mejor dicho, esa es la actitud que ve en su madre y que termina calibrando su mirada desencajada y cínica de la realidad. 

Esa mirada aún niña es lo más interesante: lúcida, ingenua pero ya desencantada, nacida de un precoz sentimiento de culpa ante el mundo complejo y desigual que va descubriendo. La relación con la madre es el eje central de esta historia más emocional que vivencial. Novela de formación, autobiográfica, contada en tercera persona desde la óptica primeriza del niño Coetzee, una óptica que fluctúa entre la torpeza y la lucidez, que experimenta una extrañeza y una soledad casi metafísicas, como esos dos nuevos compañeros del gran viaje que apenas está comenzando. De fondo, además de este proceso de autoconocimiento, encontramos inteligentes pinceladas sobre la crucial situación políticosocial de la Sudáfrica de mediados del s. XX. 




Me han vuelto las ganas de ponerme con algunos libros aplazados como El olvido que seremos, Marcas de nacimiento o Léxico familiar. Libros que indagan en esa región emocional que nos configura la infancia y las relaciones paterno-filiales. Y, por supuesto, ganas de continuar con Juventud, la segunda entrega de las memorias del gran Coetzee. 




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