Confesión, Lev Tolstoi

Todo es literatura. Todo es ficción. La manera en que decidimos contarnos la realidad lo es todo.

Que las piezas encajen o que todo el sentido naufrague en un vuelo de palomas: es el mismo juego que, tanto si queremos como si no, lo sepamos o no, cuenta con nosotros.

A sus 50 años, un acomodado y razonablemente feliz Lev Tolstoi emprende una titánica tarea: dar respuesta a la pregunta más importante que un ser humano puede hacerse, aquella que nos compromete en lo que somos y en lo que seremos.

Confesión se lee como la transcripción de un recorrido apasionante por la clarividencia y la profundidad de quien lo emprende. El lector va a reconocer en este sinuoso camino sus propias sospechas, refutándolas o confirmándolas, y al final una intuición sobre la oscuridad de la que definitivamente parecemos estar hechos. O de nuestra incapacidad para apresar las palomas.

Tolstoi descubre en Confesión el mismo desgarro de Unamuno en su Diario íntimo, si bien este último no encontró el remanso al que sí parece llegar el primero. La verdad, quizás, es que no haya tal verdad. Las religiones están vendidas a los asuntos humanos, con su violencia y su afán de dominación innatos. Sólo la ignorancia ­–he aquí el autocomplaciente corolario– es lo único que procura cierta tranquilidad. Dejarse invadir por la fe necesaria, por encima incluso de nuestra razón. Formar parte de la comunidad, esto es, de la Iglesia. Acatar que no podemos explicarnos sin concebir una causa primera que todo lo ordena siguiendo una finalidad que no se nos ha dado a conocer. Arrodillarse, en fin, ante ella, vivir de acuerdo a los preceptos y los extraños rituales de esta causa primera que llamamos Dios.

La solución de Tolstoi a su desesperación puede confundirse con una rendición. Pero la lógica de su discurso es inapelable: la razón no me lleva a nada bueno; la razón no puede dar respuesta a la pregunta ¿qué soy yo y qué es mi vida? si no es negándola y destruyéndola; por tanto, para vivir como ha vivido y sigue viviendo toda la humanidad es necesario creer en algo que trasciende –que contradice– a la razón.


Igual que hace Nietzsche con el eterno retorno, Tolstoi se fabrica su final feliz y tranquilizador. Se abre una salida por mero instinto de supervivencia: la idea del suicidio le sedujo de tal forma que tuvo que hacerse a sí mismo sabotajes diarios para apartar esa tentación. Después de leer esta obra mayúscula queda uno tan sosegado o tan agitado como quiera. Eso sí, la vida es mucho más agradable si se afronta con un “sí” que si se hace, a la manera de Schopenhauer, con un rotundo y definitivo “no”. Es lo que nos enseñaba el final de La vida de Pi, lo mismo que nos recuerda Rust Cohle, el profeta de moda de True Detective: todo depende de qué historia queramos contarnos a nosotros mismos, así que debemos elegirla cuidadosamente.

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