Las ratas, Miguel Delibes

«Tras la perra, bajo el teso, se abría el mundo; un mundo que la Columba, la mujer del Justito, juzgaba inhóspito tal vez porque lo ignoraba.»

Quienes fuimos educados en un entorno que profesaba el miedo y el rechazo a lo desconocido como una religión, hemos tenido que ir desgajando, a base de cada vez más sombrías decepciones, las sucesivas capas hasta llegar a una certeza poco halagüeña. Esta certeza tiene que ver con una visión apesadumbrada de la realidad y ahora, sombríos y apesadumbrados, no sabemos dirigir una simple mirada si no es a través de aquélla. 

Aprendimos a resguardarnos de la lluvia a la vez que a convivir con ondas electromagnéticas que nos facilitaban una vida creciente de un ocio asumido como necesidad. La Naturaleza, por fin, fue proscrita por aquéllos que usan de ella como bestia de carga o entretenimiento torturador. Cambiamos el fuego antiguo, un rito que congregaba a la comunidad, por el efecto individualizador de radiadores y calefactores. Fuimos, en definitiva, quienes quisieron que fuéramos. El trabajo clasificador del mundo funciona de un modo tan perfectamente articulado que no le basta con esclavizar al hombre: además le otorga una conciencia de esclavo. 

Las ratas ilustra con crudo realismo la credulidad y el cretinismo de un pueblo donde los pobres hombres, ávidos de tener algo en lo que creer, miran al cielo insistentemente. La realidad de una España posfranquista desolada, analfabeta, supersticiosa, gobernada por un caciquismo encanallado que no tenía más objetivo que mantener su poltrona a costa de la ignorancia y la pobreza ajena.

«Campesinos: habéis sido objeto de una broma cruel. No hay petróleo aquí. Pero no os desaniméis por ello. Tenéis el petróleo en los cascos de vuestras huebras y en las rejas de vuestros arados. Seguir trabajando y con vuestro esfuerzo aumentaréis vuestro nivel de vida y cooperaréis a la grandeza de España. ¡Arriba el campo!»

El único que se salva de ese estado de postración intelectual, político y social, precisamente por una inusitada curiosidad natural, por una voluntad de conocer desde la honestidad y un acuciado sentido de lo justo; esa poderosa individualidad que resiste está aquí representado por el personaje de el Nini, ese curioso niño que a partir de la observación y la escucha ha llegado a atesorar una sabiduría casi profética en el pueblo.

La tensión entre una mayoría salvajemente depauperada y una minoría acomodaticia tiene grietas profundas cuyo sustrato ideológico esconde el verdadero centro: el dinero. Hasta que las necesidades básicas no están cubiertas se hace imposible cualquier forma de justicia. La pobreza inmisericorde deriva en el primitivismo de la incultura, el egoísmo y la violencia. Pobreza orquestada por los que están arriba. La incultura y la violencia son siempre estructurales y organizadas por los poderosos como un crimen silencioso, mientras los hombres miran insistentemente el cielo.

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