La canción del antílope, Andrés Neuman

1

Esas horas con trampa, que arden hacia dentro
como un cajón de luz; las que desfilan
a lo largo de un túnel, balas del calendario.
Horas en las que acaso no puedas retirar
de tu rostro la máscara, demasiado sincera para ti,
esas horas en las que acabas viendo
el modo en que la muerte, sigilosa,
desliza sus tirantes y enseña la clavícula.



La poesía de Andrés Neuman se nutre –se alimenta y, para decirlo más expresivo, se engorda y aparece lustrosa– de unas imágenes calculadas, precisas y, por lo general, acertadas. La consunción de ese arder hacia dentro, el tesoro que sólo a veces se entrevé como un cajón de luz, el revés filoso que nos aguarda en cada hora con trampa. Toda esta arquitectura del poema sirve para cimentar un edificio sólido y llenarlo de presencias, evocaciones a menudo basadas en ligeros equívocos, sutiles ironías, veladas alusiones; o lo que es lo mismo, en ausencias anticipadas. De esta manera, sus poemas, entre airosos y burlones, quedan flotando en la paradoja que une lo que está y lo que no está. Este juego elusivo aparece aquí hilvanando un yo –que se da y se oculta– con un tú reflejado, escondido tras una máscara que soporta el artificio poético de La canción del antílope. La máscara que se ajusta al personaje mientras va acabándose ese reloj que llevamos en las costillas. 

Imagino ese salto descomunal de las gacelas, con solemnidad olímpica, como un intento de apartarse el mayor tiempo posible de la tierra, de eternizarse en un vuelo destinado a acabar, a volver a su origen. Es sin duda una imagen de un valor poético consustancial. Como esa manera de terminar el poema con una muerte encarnada en el cuerpo oferente que nos tienta. 


2

La lámpara de pie vierte una luz grumosa
en las paredes. Tu mirada pierde la referencia.
Ya no es tuya; se absorbe; ya es de nadie.
Idénticos y planos, tal vez los azulejos
sean secretos nichos donde yacen las miradas
que un día se extraviaron contemplándolos:
¿un cementerio para observadores? 
                                                                 Como sueles,
deliras entre el párpado y el ojo.



De este otro poema me llamó la atención la elegancia con que queda disuelto el yo en los tres primeros versos. Truco de prestidigitador y, voilà, hemos perdido nuestra identidad. Igual que quien mira un cuadro, esta teoría del espectador ante la realidad –que lo incluye– y este delirio que ve en los azulejos de las paredes un cementerio de las miradas que caen en esa otra trampa: la suya, la de su ojo deshecho en lo que ve.




La canción del antílope
Andrés Neuman
Pre-textos, 2003

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