El niño que robó el caballo de Atila, Iván Repila
El
niño que robó el caballo de Atila
Iván Repila
Libros del Silencio, 2013
Hoy puede ser la víspera de mí mismo. En
una de sus alucinaciones, el Pequeño cree ver con claridad el cambio al que se
precipita y dice esto con un tono profético. Un cambio obligado del hombre al
animal –en cuyo transcurso sufrirá accesos febriles y una afasia estacionaria– que
lo eleva al lenguaje iluminado y mítico de la poesía. Entre tanto, el Grande,
su hermano, le ha enseñado a matar.
El lector que se adentre en este libro se
verá a cada página importunado, retado, zarandeado. Su capacidad de registrar
la belleza de una historia pugna con la de asimilar una violencia psicológica y
moral subyugante. El niño que robó el
caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013) es la historia de la crueldad humana representada por dos hermanos
atrapados en un pozo y el relato de su supervivencia a base de gusanos, raíces
y la ocasional agua de lluvia. Una descarnada reflexión sobre los efectos que
produce la privación de libertad que nos enfrenta a no pocos dilemas durante su
lectura. El instinto de protección del mayor ha de hacer frente al de
supervivencia del menor, con toda la violencia y la locura de que es capaz un
ser humano llevado hasta el límite. Nos enseña además ese espejo de la humanidad
al que diariamente tenemos acceso en los telediarios: el hombre reducido a una
brutalidad, a un estado salvaje inimaginable. El hombre reducido a bestia por
el hombre.
“–Encierra a un hombre cualquiera en una
jaula, dice el Pequeño.
Dale una manta, un almohadón de pluma, un
espejo y una fotografía de aquellos que ama. Encuentra una forma de alimentarlo
y después olvídalo durante varios años. Bajo esas condiciones, el resultado
será, en la mayoría de los casos, un hombre acobardado, reducido a la culpa,
adaptado a la forma de una jaula.”
Pero esta historia abominable tiene un
calado mayor. Hay una simbología en
el pozo y los hermanos privados de libertad y de las condiciones vitales más
elementales. Se trata de una sospecha paralizante:
“… cuando el mundo se acostumbre
definitivamente a esconder a los hombres detrás de los barrotes de una jaula,
cuando la tradición y la desidia impongan que todos los perdidos, los forzados,
los encerrados, se conviertan en el producto de un sistema social de almacenaje
colectivo, una generación de animales domésticos, una raza de muebles y de
momias, entonces, solo entonces, los liberamos. Y que sean como el fuego, el
verano invencible de todos los inviernos”.
De este modo, este libro es también un
grito de desesperación real y un clamor de liberación.
Esa necesidad de revolución –con los ecos de Débord sobre el 68– pero con una
amplitud mayor: la que trasciende circunstancias políticas y sociales concretas;
es la urgencia primordial de un estallido unánime, la humanidad rompiéndose en
esquirlas, porque la revolución es un mar que se desborda para que el
agraviado, el maltratado, el mutilado, el asesinado, recupere su sitio, tomando
la palabra. Pero el precio es demasiado alto. Hay que morir muchas veces para
hallar un resquicio de vida verdadera. La historia que nos propone Iván Repila,
como el cine de Haneke en general o aquel Ensayo
sobre la ceguera de Saramago, cava una fosa para que miremos lo que podemos
llegar a ser. Y lo que podemos llegar a ser, con todo el odio y la degradación
que nos infligimos, somos nosotros mismos.
Hacía tiempo que no leía un libro tan
impactante. Con una prosa inteligente y densa, por momentos algo manierista e
iluminada, esta fábula desgarrada de
lo que nos hace odiosos y abominables también es un durísimo canto de amor y,
por último, una llamada para que el silencio que al final permanecerá sea el que
sucede al grito del último hombre que entregó su vida por amor.
“En un rapto de histeria el Pequeño toma varios puñados de
tierra y se los come. Piedras minúsculas rechinan en sus muelas y la arenilla
le raya el esmalte, afeando la mueca con que pretende imitar una sonrisa. Tarda
pocos segundo en agacharse y vomitar una oscura pasta de tierra y de bilis,
pero la sonrisa sigue colgando de su cara. Parece resucitado.
- Beeerrrrggggg, beeerrrrrrggggg, dice.
El Grande no sabe si ha sido un acceso de
hambre o una tentativa de suicidio. Viendo cómo sonríe es más probable que
obedezca a una crisis de cordura definitiva. Lo noquea de un golpe cuando
vuelve a rebañar la tierra para seguir comiendo.
Incluso inconsciente no pierde esa
sonrisa de loco.
En horas siguientes el Pequeño tiene
despertares, momentáneos espasmos de lucidez que se alternan con desgarradores
gritos, lloriqueos, discursos inconexos. No tiene fiebre; más bien parece que
se ha golpeado la cabeza y el impacto le ha movido el cerebro de sitio, dándole
la vuelta. Escupe continuamente. Sus párpados suben y bajan como las alas de
una mosca, batiendo grandes legañas cobrizas que se desprenden de sus pestañas
y se le quedan pegadas a las mejillas. Una lepra invisible lo está devorando.
- Agua, solicita.
El Grande le da de beber.
- Tengo frío.
El Grande se recuesta junto a él y lo
abraza con todo su cuerpo.
- Tengo calor.
El Grande le abre la camisa, remoja su
cuello y su nuca con agua fresca, y después ondea la suya propia para hacer
corriente.
- Estoy sucio.
El Grande le baja los pantalones, limpia
con tierra húmeda sus nalgas y lo viste de nuevo.
- Tengo miedo.
El Grande lo levanta en sus brazos, igual
que haría un recién casado con su esposa, y lo mece. Pesa tan poco que podría
sostenerlo con una mano.
- Mátame.
El libro de Ivan Repila es una joya que pocas veces se asoma a la literatura española. Si fuera un autor extranjero hacia ya tiempo que estaría traducido a varios idiomas, donde sin duda, será apreciado como lo que es: Ivan Repila un autor extraordinario y "El niño...." una obra impactante, transformadora... literatura de la buena.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo, Rosana. Me parece un libro descomunal. Ayer lo citaban en Babelia a propósito de libros "revolucionarios". Pero es más que eso. Me gusta el adjetivo que usas: transformador. Un saludo.
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