Quizás le llame Modagala, Anna Roig
Quizás le llame
Modagala
Anna Roig
La Bella Varsovia, 2013
Es difícil llegar a uno mismo. Chantal Maillard comienza
sus Diarios indios (Pre-textos, 2005)
con esta afirmación que desencadena toda una teoría del amor como intervalos de
luz y sombra, eros y thanatos: “Sólo las situaciones (…) en
las que nos encontramos totalmente desprovistos de recursos, son las que,
cerrándonos el mundo exterior, nos obligan a franquear los límites de nuestro
interior”. Para penetrar en esa profunda oscuridad que nos habita, hay que
estar de alguna forma obligado por unas circunstancias que ya no pueden ser
amables. Sólo entonces sentimos la
atracción de lo oscuro, ese abismo antiguo al que regresamos como a nuestra
primera casa.
Me senté en la mesa del lobo. Así empieza Anna Roig
(Barcelona, 1976) su libro Quizás le
llame Modagala, dando continuación a la lógica de Chantal mediante un
simbolismo marca de la casa, feroz y a la vez cándido: “me senté en la mesa del
lobo // le expliqué // después cerré la caja de Pandora // la enterramos // nos
fuimos a dormir”. Una subversión del orden establecido, –como aquel hermoso
“morir atropellado por un ciervo” de Juan Marqués– en la que el lobo, ahora
lobezno pero aún animal salvaje, acude a nuestro encuentro. El lobo nos está
esperando y yo lo espero a él, parece decir Anna Roig. En la aridez del alma,
representada por el animal, conviven Anna y Chantal como habitantes del mismo
lugar llamado poesía y unidas por el mismo vértigo al que ambas se enfrentan en
un acto que va de la lucidez de una a la temeridad de otra. Un balanceo suave
de “gemir conceptos” que apuntan al centro de una diana que La Bella Varsovia coloca en nuestras manos con un gusto exquisito
por el trabajo bien hecho y, lo más importante, con el atrevimiento y la intuición
de apostar por nuevas voces más que
interesantes (es el primer libro de Anna Roig).
Este libro puede leerse como una ética de conducta. Il faut tenter de vivre!, no lo dice Anna
Roig pero ni falta hace. Paul Valéry lo escribió y Anna Roig lo lleva a la
práctica lanzándose a la búsqueda de algo, aunque para ello tenga que transitar
un terreno árido y desacostumbrado. La primera tarea es dar con el escondite
del miedo. Un miedo esquivo: le preguntas y te dice otra cosa. Ahí nace el
juego de conceptos, para describir el miedo hay que empezar cuestionándose los
mismos pilares del lenguaje y de nuestra percepción: “las migas se tiraban a
los no-patos”. El delirio verbal del
libro es un invento para nombrar el miedo en un tiempo esquizofrénico que deja
pocas opciones: por dentro la amenaza, por fuera el enjambre. La salida de Anna
Roig es un gerundio: “soy // un ser // …siendo”. Hay que intentar vivir.
Para llegar a este momento luminoso hace falta haber
descendido a lo oscuro. Seguir “el rastro de babosas en baldosas grises”,
clasificar “la herrumbre rojiza de lo que deja huella”, sabernos “rotos
enteros”. La primera parte del libro es un esfuerzo por soltar el lastre que
nos permita, desnudos, mirar cara a cara a nuestros miedos. Un turismo de interior por paisajes
estériles y deshojados, poemas de autoconocimiento que no excluyen la
interpelación baudeleriana a esa masa felizmente acomodada en su propia trampa:
“bienvenidos a la ciudad de las brasas // tomen asiento, mierdas (…) // meros
soñadores insulsos cobardes autistas anónimos transeúntes cobayas
trasnochadores putas magos murciélagos y murciélagas”. Un mundo agonizante,
hecho de falsas apariencias, un mundo donde todo pierde consistencia incluido
el propio lenguaje, que participa del mismo absurdo: cárceles construidas desde
dentro. Y justo ahí la paradoja: como en la fotografía de Cartier-Bresson, por
los barrotes de la cárcel asoman unos brazos y unas piernas. La esperanza.
Otro de los ejes del libro es, en la estela de Vallejo o
Gelman, la torsión lingüística que se convierte en seña de identidad:
“hilvanamimar ocasos”, “llorotristo”, “cojeomutilaciono”,
“clasificolatristura”. Fragmentarismo, sintaxis rota, palabras que cobran vida
y se entremezclan. El animal lingüístico está domado: se le ha dado libertad.
Lo único que hacía falta era un ejercicio de imaginación: “cuenten estrellas,
las vean o no”. Amansar el lenguaje era domar el mundo y esto era descubrir el
conflicto interior que nace de una mutilación, de un recuerdo. Anna Roig,
hermética y simbolista, incorrecta y tierna, invoca al Minotauro como cualquier
otra actividad rutinaria: “Frío es que la ropa tendida no se haya secado aún”.
La suya es una poética combativa por
necesidad, contradictoria por convicción, poesía humana y social nacida de una
fructífera lucha interna que queda visualmente representada en unos de sus
poemas: puntos suspensivos forman lo que serían las cuerdas, varias xx en las
esquinas, las señales cardinales (N, S, E, O) a los lados y en el centro su
definición de poesía: cuadrilátero.
Escribir poesía como se pega a un saco de boxeo. Dice en un
momento Anna Roig que la cordura es el acierto de disparar parábolas. Apunto
algunos de esos proyectiles: un cuadrilátero existencial, la duda indudable, el
miedo valiente. Escribir, mirar, desear, vivir son una actitud: la del que mira
al cielo a pesar de no poder ver estrellas. Las estrellas para quien las
trabaja. Por eso la poeta se sitúa en las alturas, la serie de poemas con este
título (Alturas) es de lo mejor del libro. Los versos adelgazan, pierden suelo
hasta desaparecer. El poema [alturas04] es una página en blanco. La palabra por
fin liberada.
Anna Roig trabaja sus estrellas con la espontaneidad del
niño que inventa juegos y con la sabiduría del cuerpo que conoce la ausencia. Crecer es abandonar el mito, el mundo
abandona el cuento y camina solo. Su dolor es una niña que se ha hecho madre
pero sigue soñando con árboles, los únicos que mueren de pie. Y la poesía es el
jugo que queda después de estrujar el mundo.
Baudelaire condensó el potencial de la poesía en esta bella
imagen: arrancarse un sol del corazón. Anna Roig va más lejos: se ha arrancado
un hijo birmano llamado Modagala. Esta sublimación de la escritura como
construcción del sueño entrecortado que renovamos cada día cuando, al calor de
un recuerdo, abrimos los ojos y volamos. Quizás
le llame Modagala es el resultado de una inmersión en todas esas voces que
nos dicen por dentro. Un camino de formación disfrazado de huida en la que
afrontar lo desconocido, como Lilith o Pandora, es la única forma de saber
quiénes somos. Y lo que somos, recordando unas palabras de Luis Muñoz a
propósito de Juan Ramón Jiménez, es el producto de una ecuación mágica: la que hace de la debilidad nuestra
fortaleza.
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