Ofelia y otras lunas, Javier Vela
OFELIA
Y OTRAS LUNAS
Javier
Vela
Hiperión
2012
XIX
Premio de poesía Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”
Leer
a Javier Vela tiene algo de historiografía literaria. El lector se sienta ante
sus poemas para entablar un improvisado diálogo con la tradición poética, en el
que va tirando de un hilo que lleva a otro hilo que acaba tejiendo un centón
mental donde el mismo Javier Vela se acaba insertando plácidamente. Este
revisitar lo conocido, este modo de releer y apropiarse de la tradición, de
entrada confieren al autor una eficacia comunicativa, un suelo firme sobre el
que caminar. Asentados los cimientos, el resto de la casa debería aguantar sin
problemas la tentación de los oportunismos, siempre al acecho. No veo a Javier
Vela como un advenedizo o un oportunista. Al contrario, su relación con la
poesía parece fuera de toda sospecha: pulidas piezas cuya rareza nace en una profunda reflexión y un indudable conocimiento
de las reglas del juego. Ofelia y otras
lunas confirma una trayectoria que hace de la coherencia una virtud también
rara. Como con Juan Ramón, lo más
alto está en lo más hondo, crecer es ahondar. Javier Vela no necesita cambiar
de piel para reinventarse.
La
búsqueda de un nuevo lenguaje poético, desde Baudelaire a Eliot pasando por
Laforgue, por un lado y por otro la conciencia en el tiempo, su disolución en
la memoria, crean un eje sobre el que giran estos poemas con tendencia a
desbordar, al exceso. La primera parte del libro, “Canción del cosmonauta”,
está formada por dos extensos poemas donde el autor da rienda suelta al
monólogo interior de intensa evocación melancólica. Son poemas de un verso
largo, litúrgico, que acentúan el carácter hímnico y que marcan un ritmo
tortuoso a esta añoranza primordial de otra vida. El fraseo reiterativo, de largo
desarrollo, se oxigena, por un lado, con la anécdota fragmentada, ese correlato objetivo elotiano que sirve
para fijar las emociones: “Pero tú me
gustabas. O al dejar una mano olvidada en la silla / en la que ibas tímidamente
a sentarte”. Por otro, con un conjunto de imágenes plásticas y audaces,
como sacadas de la chistera de buen mago gaditano: “hay
guantes de mendigo colgando de un paraguas”, “Eres como el tapón del infinito”, “Y hay anclas en el techo de las que
penden islas navegables”. La evocación, impregnada de un romanticismo
cándido y onírico, se vuelve invocación, conjuro (“Adelante, adelante, olvidémoslo todo, / perdamos para siempre la
memoria y la herencia / como viejos seniles, adorables y anónimos cuyos ojos
han visto demasiado”). Conjurar la memoria es una forma de revivirla para
sublimarla. Escribe Jesús Aguado: “vivir
es reparar los efectos de esa emboscada original que supuso la muerte del
centro”. Muerto el centro, quedan las afueras, los hombres corrientes,
solitarios y banales que anhelan un mundo ideal al tiempo que se burlan de sus
aspiraciones románticas. Esto que dice Viorica Patea a propósito de Eliot es
válido aquí también: “En la calle hace
frío y alguien hunde un cuchillo / en el vientre vacío de un joyero” o “La huella en el camino / ¿qué tiene de
romántica?”.
La
segunda parte del libro, “Variaciones sobre una rama rota”, se compone de
veintinueve poemas más cortos donde el discurso torrencial se concentra. El
lirismo se disciplina y deja paso, en mayor o menor medida, a otras vetas como
el irracionalismo, la anécdota o el realismo sucio. Versos como “Tráeme la tibia de la emperatriz. Mi fe,
mis calcetines”, “Triste como un polígono industrial” o “la musa de un contable” sirven de
ejemplo a ese afán actualizador y esa huida de la ensoñación retórica a favor
de una poesía de autoconocimiento que indaga en un yo flotante en el tiempo y
en el lenguaje: “¿Podré llegar de vuelta
hasta la casa, / yo, el tímido, el escéptico, el favorito de las enfermeras, /
que ni presté siquiera servicio militar?”
La
imagen de la rama rota remite a la de Ofelia, narratario ficticio, cayendo del
sauce como el hombre cayó del paraíso. La herida de este tiempo vivencial se
absorbe en un tiempo cósmico que el poeta asume como parte de su destino icárico:
“la idea del futuro”. Como no hay
solución posible para lo desconocido, tampoco el libro parece encontrar esa
salida. Los poemas adelgazan en un juego de círculos concéntricos. La voz del
poeta queda repitiéndose desde su infancia lúgubre en una especie de eterno
retorno cumplido en la imagen del suicidio hacia dentro: “Un niño me contempla desde el fondo / oscuro y frío del tiempo. //
Sonríe, se persigna y estalla en mil palomas”. Somos un puzle de restos
emocionales.
El
poema más breve del libro, de un solo verso, contiene el espíritu de todo este
libro. Debemos ponernos a salvo de la memoria, manifestación sensible de un
tiempo inexistente fuera de nosotros. Debemos ponernos a salvo de eso que
somos. El refugio de un cielo que nos amenaza con recordar que, después de todo
y de todos, el meteorito éramos nosotros: “Lluvia
de la memoria, mi hogar es un paraguas”.
Publicado en Poemofilia.
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