El tiempo menos solo, Abraham Gragera
El tiempo menos solo
Abraham Gragera
Pre-textos, 2012
Colección La Cruz del Sur
Crecí pensando que escribir de una determinada manera,
siguiendo unos determinados esquemas formales, estaba pasado de moda. La moda,
entonces, venía dictada por un discurso más, digamos, entendible, un léxico de
uso diario, una poética que reconciliara al lector con la poesía. Después nos
agarró esa otra moda moderna o posmoderna, no sé, de fragmentar las cosas, de
coger la ola buena eliotiana, el buen Ashbery. Todo iba rápido y uno tenía que
apresurarse. El endecasílabo bajo sospecha, el poema en prosa socorrido, Bukowski,
Carver, Bolaño, realismo sucio, irracionalismo, el afterpop. Uno se pierde. Y,
perdido, entiende que es mejor guardarse de escribir, al menos un tiempo, y
echarse a leer. Después de todo, leer es otra forma de escribir. Quizás los
libros que uno no escribiría nunca o los que uno querría escribir si pudiera. O
sencillamente los libros que otro tiene que escribir para accionar algún
mecanismo. Porque, de vez en cuando, aparece un libro que justifica nuestra
paciencia y nuestra entrega. Y ahí está uno, leyendo unas páginas en las que se
descubre, unos versos que nos contienen, un
libro que nos dice.
El tiempo menos solo
es el nuevo libro de Abraham Gragera. Todo un acontecimiento –en la modesta
escala poética–, tras los casi ocho años transcurridos desde el primero, Adiós a la época de los grandes caracteres
(Pre-textos, 2005). Martín López-Vega habla del tic imitativo que suscitó este
debut, a su juicio, debido a que no fue bien entendido. Este segundo vendría a
confirmar la propuesta del primero: una renovación formal basada en la “lectura
honda y reveladora de la tradición”. El fruto de la contención y la coherencia
es este libro que, con apenas dos meses en la sección de novedades, va camino
de convertirse ya en un clásico. Si,
como dice Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca termina de decir lo
que tiene que decir, El tiempo menos solo
ya lo es. Propone suficientes argumentos para abordar nuestra propia existencia
y condición, para, en palabras de Ángel
Gabilondo, “sentir bien acompañada nuestra soledad”.
Abraham Gragera es un poeta de cualquier época nacido cerca del siglo XXI. Su inteligente y rico diálogo con la tradición se refleja en poemas portentosos, como
“Los años mudos” o “Remoto figurado”, que piden ser releídos en voz alta como
cuando intentamos memorizar algo que nos toca. Sentirnos llamados e
incluidos en esa meditación por momentos iluminada sobre el hombre y su tiempo, sobre el hombre y su tarea en el tiempo y en el lenguaje, un suave
misticismo, entre lo hímnico y lo elegíaco, que constituye un elogio de la
poesía desde ella misma, sin recurrir a modas. Enseguida uno lo reconoce: aquí
hay poesía. Poesía, además, rara,
poco común: un nuevo clasicismo que recupera estrofas tan difíciles como la
sextina o la décima con la eficacia de quien sabe que para decirlo hondo hay
que decirlo sencillo. ("Por qué es difícil escribir, / por qué no basta / el simple amor...") Una poesía que recoge piezas tradicionales como la albada,
que se enriquece con el recurso de la écfrasis que motiva el poema “La novia
judía (Rembrandt)”, en un diálogo abierto y constante con la tradición pero sin caer en el
culturalismo. Sin caer en nada, y aquí está el mérito, el de la palabra justa y necesaria.
El trabajo del poeta, escribía Rilke, era el de nombrar las
cosas. Gragera está en esta misma encrucijada (“se muere cuando no nos queda
a nadie quien decir”) y, de paso, nos convoca a nosotros, lectores, a reunirnos
con algo también raro, poco común: la gran poesía.
LAGUNA
Y el ángel dijo
entonces: te enseñaré qué pintan ahora los maestros antiguos. Y me llevó a otra
sala, y me mostró un paisaje: una laguna de aguas verdiazules, con huellas de
un naufragio, y una multitud en cada orilla.
Quiénes son,
pregunté; por qué lloran.
Los que nacieron en
el siglo de la muerte de la muerte, respondió; los que ya nunca podrán cruzar
al otro lado.
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