La adoración, Juan Andrés García Román

"En algún estado de conciencia individual lo bello eclipsa todo lo demás, y el tiempo y la pérdida."


Recuerdo estar hablándole en San Juan de Dios o en Obispo Hurtado. Era otoño y había carritos de bebé, escaparates luminosos y una vendedora de castañas asadas en la esquina con Puentezuelas, pero -ahora lo sé- él pensaba en ornitorrincos y en frutas híbridas a los que en mitad de la calle daba vida con su lápiz y su libretilla. Yo lo entendí y asumí con entereza el proceso de juanandresación: me había comprado una libretilla y un lápiz pequeño. Y esperé a los ornitorrincos.


Expósito, acompañado del sherpa, emprende un incierto viaje; una mañana despierta y encuentra a su lado unas tijeras abiertas. El sherpa abre la palma de su mano y deposita en las manos de Expósito las mondas de sus uñas, diciendo:


"por si un día no puedes ver la luna".


Habla Fruela Fernández de una dimensión García Román y no puede ser más cierto. Juan Andrés escribe y habla (y viste) desde la genialidad. Quien lo conoce, lo sabe. Apenas hace unos meses que se presentó su libro en la librería Rafael Alberti de Madrid y ha tenido tiempo para aparecer en algunas listas de lo mejor de 2011. Esto deja claro 1) la expectación que produce este hombrecito con corbata que escribe escribe escribe y 2) lo rápido que prende la mecha de La adoración. Pura dinamita emocional.


"También la infancia fue vivida y no tuvo un final. Igual que tú, prometió algo que no coincidía con la vida. ¿Y se fue? ¿Y te fuiste?"


La poesía no está en los libros. Nadie enseña esto en ninguna facultad de ninguna licenciatura. Estas cosas no se enseñan, se aprenden. Juan Andrés recorre "campos semánticos emocionados", como Abraham Gragera, otro que sabe de qué va esto. Juan Andrés sabe de qué va esto: somos las personas que amamos.


"... Y obra del mismo modo con tus recuerdos. Una huella ha de olvidar si se debe a algo que fue o a algo que será. Si cavas en la huella de un pie encontrarás el pie enterrado y podrido. Pero en vez de cavar, síguela, el destino de la huella es convertir su origen en meta [...]. Los sentidos son pinceles para pintar la flor. Los lápices no dicen lo que son, sino el color del Tiempo".


La adoración tiene cosas de los Cuentos jeroglíficos, de Horace Walpole ('CAPÍTULO 8. UN NOBLE CON GORGUERA Y SU GALGO CON COLLARÍN DE VETERINARIO CONTEMPLANDO UN PAISAJE DESAPARECIDO') y de las greguerías de Gómez de la Serna ('CAPÍTULO 9. THE GAP [ÉL ME LO CONTÓ - EL MELOCOTÓN]'). Y lo tiene en los mismos títulos de cada capítulo, títulos-poema a lo Luis Rosales. Algunos me recuerdan a aquel cuento de Walpole sobre un rey con tres hijas de las cuales la menor no existía; organizó un concurso para buscarle novio y el ganador fue un príncipe muerto, claro. Pero La adoración tiene algo más y es el filo cortante de una verdad, ese vuelco de la palabra a la emoción del lector cuando no se lo espera:


"De acuerdo, estaba el mundo. [...] Debía emplearme en él, y entonces ¿buscar otra lógica sin ti o, quizás, hacia a ti como una adoración? Bueno, aquella era la forma en que yo me relacionaba con el mundo tras perderte..."


El mejor Juan Andrés, el que divaga -ojo, sin perder el hilo- evocando, por ejemplo, el primer encuentro del amor, se acerca tanto a Cortázar que es pura diversión y goce de leer. Pero no olvidemos que, aunque quiera hacer reír (tragegegedia), es una tragedia. Eso no se pierde de vista en ningún momento. Todo está bien hilvanado hasta la cima onírica del encuentro con el padre. Ahí ya no hay retórica, imágenes o metáforas que valgan. Ahí está el hombre y su dolor. Y punto.


“... moriré, moriré simplemente, lo heredé de ti.”


Me ha sorprendido la capacidad narrativa (la lírica ya la conocía). Hay pasajes realmente portentosos como el episodio del suicidio invertido del filósofo autista. Por momentos es trepidante como una aventura de Tintín o del niño-scout gafotas de Up o como Atreyu en La historia interminable o el alucinado viaje de Chihiro o, por qué no, los simpáticos acompañantes en El mago de Oz. (No extrañaría en absoluto que un día pudiéramos ver la historia de Expósito con gafas 3D en una sala de cine.) El lector se siente incluido, acogido y llevado de la mano por este camino de baldosas amarillas en la estación roja.


Y, de pronto, Juan Andrés lo hace con maestría: sosiega la acción y nos vuelve a hundir la mano en el bolsillo para darnos otra tristeza:


"La historia, mi historia. Recuerdo cómo fue la infancia en el cuerpo de un niño gordo. [...] También recuerdo que murieron juntos mi padre y la infancia. Pero trajiste otra de repuesto. [...] Eso eras tú, una reparación, un amor. [...] sí, te amé, pero también me serviste de parapeto cuando yo seguí en pos de esa ciencia incompleta y urgente de lo hermoso. Quizás no fuiste uno más de mis cromos; tal vez el álbum, no lo sé. Pero había sido yo, yo el que nos abandonó".


El sueño debe terminar. Aparece la pequeña ciudad. Allí está Expósito y allí estamos. Lo miro escribir en su libretilla, esta vez marrón aunque luego será amarilla y tendrá goma elástica. Yo no sé si decírselo entonces, volver atrás y comentarlo así sin importancia, entre el ruido de los coches y los transeúntes que pasan de largo junto a los escaparates, decirle que ha escrito el libro más conmovedor sobre el amor y la pérdida que yo he leído en mucho tiempo. Creo que nos despedimos cerca de su casa, frente al Sancho, con un abrazo.


"Yo que convertí la vida en una adoración, yo que te tuve -una niña, la niña-, pero en lugar de amarte perseguí la profesionalización de la infancia".





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