Cartas a Emma Bowlcut, Bill Callahan

No todos tenemos la suerte de ser Bukowski o de tener padres alcohólicos y poder contarlo después. Aparentemente Bill Callahan tampoco. Pero Bill Callahan es un músico underground que mola, mola en el sentido auténtico, como los que graban sonidos guturales en casa y luego los venden. No sé si imaginármelo a lo Daniel Johnston o más bien a lo Mourinho. No sé, quizás sea una mezcla de ambos. Pero sus padres fueron language analysts for the National Security Agency, qué se va a rascar de ahí. El caso es que a Bill Callahan se le va la pinza y es capaz de escribir esto: “Tu respuesta llegó como un molusco que una gaviota hambrienta hubiera dejado caer. Acaso la gente todavía cocina berberechos”. Y lo mejora: “A tu carta se le enrolló el pelo”. Y aún mejor el final de esta carta número dos: “Estoy deseando que seas mi eslabón perdido. Tu carta encajó en la cerradura de mi vida como una llave. Gírala”.

Alguien que escribe esto no necesita saber escribir. Bill Callahan no escribe: enlaza, enrama o envisca imágenes como saltos de liebre. Hace conexiones deslumbrantes. Hace rizoma. Un ejemplo: “Necesito una copa de vino al final del día. Luces de Navidad para el cerebro. En tiempos de paz contemplamos gaviotas. No quiero destruir nada”.

Son 62 cartas que el protagonista sin nombre escribe a una chica que ha conocido en una fiesta y con la que sólo ha intercambiado unas palabras. No me queda claro en qué tiempo viven ni a qué se dedica el protagonista, que por momentos se diría que está interno en un sanatorio. El de su mente. Y bendito sea: “Tus ojos eran la habitación. El tren inferior de tu cuerpo era como el río Mystery. Y tu voz era muchas voces distintas”.

El chico está solo. Y le gusta el boxeo. Y escribe cartas como si tendiera camisetas lavadas o su soledad: “Eres mi taza favorita de acampada, mi mástil, mi bandera perfectamente plegada”. Pero la trama es lo de menos. Lo bueno, lo desbordante es el exceso asociativo, imponente, brillante, con el que Callahan va ordenando el caos, reproduciendo el libre fluir de su conciencia, torrencial pero sutil. Monstruos con lacitos.

Cinco años tardó Callahan en escribir este libro que se lee en una tarde. El ‘estilo Gimeno’, la ‘locura Mestre’ o la ‘poesía Levé’ están aquí y deben de ser algo como cuando, por arte de magia, Hamlet aparecía en el Cide Hamet, al final todo es lo mismo.

Escribir y escribir como rehabilitación de uno mismo. El protagonista tiene la autoestima por los suelos, está aislado, no participa de las costumbres sociales o familiares y ni siquiera cree en la validez del lenguaje para expresar lo que piensa. Le gusta ir contra el establishment, ser el aspirante y no el campeón. Todo es fracaso: “Si las palabras son una divisa, entonces todo lo que tengo es calderilla”.  

Es entrañable ver cómo se desarma y confiesa: “Necesito un poco de cariño del bueno, pellizcar un culo prieto en tejanos, a ser posible”. Uno cree que va a leer una novela y resulta que es algo epistolar que acaba siendo poesía: “Hay una constelación que me recuerda al hueso de tu cadera. Creo que estoy intentado acercarme a ese chorro de luz. […] Puedo sentir la forma en que tus caderas encajarían en mis manos perfectamente, como la culata de un rifle de toda la vida…

Y el miedo: “No dejes que me meta solo en ese oscuro agujero”.

Un libro muy Alpha Decay, muy Tao Lin. Humor, (in)trascendencia, aislamiento, necesidad. Un corazón ineficaz pidiendo ayuda es este libro.

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